martes, 22 de julio de 2014

TARDES DE RÍO - 1

Después de la libertad, en los veranos en el pueblo, me encontraba con el regalo inesperado del río.
 
Justo al cruzarle en el puente nuevo, después de ir contando los pueblecitos desde Ávila, ya sabíamos que habíamos pasado la frontera, y que entrábamos en territorio amigo.
 
Y casi todas las tardes, inmediatamente después de comer, (no había siesta que nos retuviera), nos acercábamos a un punto u otro de su ribazo.
 
Como el Alberche es un recién nacido en nuestro municipio, apenas tiene hondura, casi resulta agónico verle retorcerse en el vegazo buscando la pendiente para correr un poquito.
 
Foto de Ricardo Melgar
En esa tesitura nosotros éramos los ingenieros que levantábamos diques, presas, a base de "terrones", para embalsar el agua, y tener una suerte de piscina natural. Y era muy frecuente, que de repente se abrieran vías, y que esa construcción reventara, escapándose todo el agua...¡En fin vuelta a empezar con los "terrones"!.
 
Nosotros, íbamos a dos sitios diferentes:
 
A los molinos de arriba, con agua más fría, más clara, más tranquilo en el tránsito de ganado,  con orillas más escarpadas y con un cauce más pedregoso.
 
En la poza de los molinos año 1980
A una poza situada en el Vegazo, y muy cerquita del puente nuevo, de agua más caliente, pero de suelo cenagoso, y agua que en seguida se ponía del color del chocolate. Además en esta poza, disputábamos el espacio con las vacas, y caballos si habían soltado el Vegazo, y había que tener buen cuidado que estos animalitos, no te comieran la toalla, la ropa, o el jabón o la merienda.
 
En general este último lugar era nuestro favorito pese a todo, porque el charco que se hacía era más grande, y siempre se juntaba más gente, y había mucho ambiente, a veces venían los "boyeros" que cuidaban de las vacas (pues antes no había ni una sola alambrada en el pueblo), y siempre veíamos llegar a Amador, y al coche de línea, que solía saludar dando un pitazo, a veces éramos tan vagos que hacíamos auto stop (si no llevábamos bici), para que nos bajaran a la poza o nos subieran al pueblo, con la ventaja de que como en La Vega se acababa la carretera, todos o casi todos los que por allí pasaban eran conocidos. 
 
Y antes de que se pusiera el sol que era nuestro reloj infalible, subíamos las cuadrillas, juntas o separadas, en bici o andando, y en la cuesta del "regaerón", poníamos broche final a la tarde, y proyectábamos (si nos dejaban en casa) algún plan para la noche.
 
Y sin darnos cuenta, el río fue como en sus orillas, dándonos mordisquitos, impregnándonos de muchas sensaciones, que entonces no parecíamos apreciar: el rumor del agua, la vida silente de peces y renacuajos, la esbeltez de los juncos, la agresividad de las "abulagas", la brisa y el sol cabrioleando por la piel y dejándonos un aroma muy peculiar, el saboreo de un tiempo que nos parecía eterno y feliz.
 
Y el silencio, el silencio en que quedaba el río después de nuestra marcha, sin nuestras risas, nuestros gritos, nuestras porfías, aguadillas, y chapuzones.
 
Silencio de río, rumor de agua...
 
 
Hace mucho tiempo que no voy a pasar una tarde al río (a nuestro río), ya no hay pozas, y los caminos aparte de alambrados, se han borrado (en el Vegazo), o están invadidos por la escoba (en los molinos), sin embargo reconozco en sus aguas siempre nuevas y nacientes, la voz de aquel rio que inundó de felicidad muchas tardes de mi infancia y adolescencia , y a sus orillas acudo, para renovar con él el bautismo de sensaciones.
 
 
   
 
 

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