En esta casa, situada en las eras del Vegambral, en cuyo lugar se erige hoy la casa de Chari y Antonio (q.e.p.d), vivía una mujer que se llamaba Tía Jacoba.
Yo la traté de pequeña, pues la casa de mis abuelos está en un corral muy cercano a este lugar. Aunque..., eso de tratarla es mucho decir pues me tenía atemorizada, ya que siempre que me veía decía que me iba a quitar los lazos. Por entonces yo niña de apenas cuatro o cinco años, no distinguía bromas, y me tomaba esos comentarios como auténticas y serias amenazas.
En su descargo he de decir, que la pobre mujer jamás me tocó un pelo, y que por supuesto, mis lazos nunca abandonaron las coletas, trenzas o quiquis que llevara según la inspiración de mis peluqueras particulares.
La anécdota que voy a referir, ronda en torno a un perro que tenía esta paisana, y que muchas veces entre risas y gesticulando con los dedos recorriendo la mejilla desde los ojos, a modo de ríos de lágrimas, me contaba mi abuelo Chapa.
Un perro al que se le ponían los ojos malos, llenos de legañas, y le caían lagrimones, cada vez que encelado, competía por los favores de la perra de turno...
Tenia un perro Tía Jacoba,
(nunca supe su nombre),
que a una perra rondaba
pa consolarse los ardores.
Luchó como valiente,
amenazó con dentelladas,
se libró de otros pretendientes
ganó el favor de la dama.
En esta tesitura
reclamó su prenda amada,
o como en tiempo de esclavistas:
el derecho de pernada.
Se pusieron en materia
¡pero algo no cuadraba...!,
la perra era muy alta
y él tan pequeño... que no llegaba...!.
¡Nada!, ¡no encuentro el modo...!
¡menuda papeleta!,
de esta pierdo yo...,
mi reputación entre las perras...
Saltaba, brincaba, se aupaba,
aullaba, gemía, sudaba,
la perra no ayudaba
¡crudo! lo de llegar a las nalgas.
Los ojos llenos de legañas,
le caían lagrimones....
el resto de perros le decían
¿quieres unos tacones?.
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